lunes, 29 de noviembre de 2010

La Deuda

1. Calle Maure
De la mano de Adriana dejame que te lleve estas cuatro cuadras desde la avenida Cabildo por la calle Maure esa primavera de 1965. Cabildo está llena de tráfico y ruido, negocios de todo tipo y es todavía por entonces dominio de la clase media, mujeres bien vestidas, hombres de paso firme y colectivos de colores brillantes que negocian la avenida con la pericia y el desdén de los choferes porteños. Los edificios de departamentos altos son aún la minoría. Adriana me va llevando a su casa, caminando hacia el río lejano e invisible. Maure en pocos metros va del bullicio al corazón de un barrio “de los de antes”, adoquinado, casas bajas, árboles en hileras en ambas veredas, pretendiendo mostrar el lado subtropical de la ciudad a la que pertenece, lado olvidado cada invierno. Intuyo dentro de esas casas vidas ajenas detrás de la frontera de las cerraduras, misterios que me serán negados siempre.
Vamos caminando y hablando del examen, pero no escucho. A mis veinte y pocos años llevo ya la melancolía del no pertenecer. El sol se cuela, es mediodía y lo tengo en los ojos, claro, vamos al norte. Dos cuadras más y ya el ruido de Cabildo es un recuerdo, un coche estacionado aquí y otro más allá. Tendría lugar para estacionar si tuviera coche, pienso, mientras escucho algo sobre lo complicado que es lo que tenemos que estudiar y miro esa casa que estamos pasando: planta baja y primer piso, un jardín húmedo con pasto mal cuidado y un árbol frondoso, nudoso, jardín regado por la lluvia generosa de la pampa tan cerca del gran río invisible.
─Llegamos, me dice Adriana, con su voz engañadora promulgando promesas de felicidad imposible y de vidas armónicas. La casa tiene umbral, me acuerdo del tango con el ciego sentado. Saco un cigarrillo y lo prendo, en ese tiempo, te cuento, yo fumaba particulares negros.
Cómo saber que esta casa de bajos, con su patio, sus dormitorios que no conozco, un baño por el que paso con vergüenza y que tiene bidet, no como mi casa, y ese comedor en el que hay que prender la luz al mediodía para poder leer, tiene ya el destino cierto de albergar ese secreto ocultado en la historia que mucho después Adriana, ya en su tiempo de abuela reciente, me cuenta. Esta misma historia que reconstruyo intentando develar qué encierra.
Adriana -cierro los ojos y más de cuatro décadas después me veo caminando por Maure con ella- la relata con aparente inocencia y la misma voz engañosa de siempre en la cocina del departamento donde vivo ahora.
Bueno, ya llegamos a la casa de la calle Maure, y ahora que ahí estamos, dejame que te lleve de mi mano a escuchar qué pasó, a encontrar la otra lectura.

2. Salvador
De repente Adriana encuentra un remanso en la conversación amable e intrascendente en la cocina, cambia de posición para vernos a los dos, ajusta la mirada hacia su pasado y desde allí comienza a contarnos: su hermano, el que terminará suicidándose, ha vuelto a vivir con la madre, Delia, al departamento alquilado de la calle Maure.
Miro atentamente a Adriana, que parece más joven, su cara ligeramente inclinada hacia la izquierda, los dedos en el pelo de rizos contrariados, oscuro de tintura de peluquería, los ojos brillantes pero idos. La escucho diciendo:
─Mamá siempre fue optimista aún en los momentos de desesperación como cuando Pablo volvió después de su fracasado matrimonio, ya pisando los cuarenta, al departamento de Maure, donde mamá vivía sola; papá había muerto tres años atrás.
Delia se había jubilado poco antes de su puesto de Directora de la escuela primaria en ese mismo barrio de Belgrano de la calle Maure. Había sido siempre una maestra “Sarmientina”, cuyo mayor logro consistía en un equilibrio portentoso ante la adversidad y la historia. Una persistencia envidiable, heredada por su hija, por encontrar sencillez y sentido en las catástrofes. Un empecinamiento que contradecían permanentemente los libros sombríos de la literatura argentina de su tiempo, de la que era lectora habitual.
Adriana habla de Pablo, de su alcoholismo y depresión. En el relato de Adriana aparece redimido, misteriosamente marcado por el destino. Hermano solo de genes, personaje de otra obra, de otros escenarios.
─Entonces, sigue Adriana, mi madre lee un artículo en La Nación donde Ernesto Sábato, con su pesimismo irredimible, describe a la ciudad como invivible.
En su prosa de maestra de siempre Delia escribe su carta de lectora, ella vive en esa ciudad su vida privada con fluidez, la ciudad es vivible y habitable para ella, “la felicidad, Señor Sábato no es una cuestión de Estado”, termina la nota.
Todos sus amigos la llaman y la felicitan, Delia ha derrotado al pesimismo del escritor famoso, todo está bien en el paraíso pampeano. Ella sola, sin espada alguna, ha defendido el hábitat, ha protegido el mito, reivindicando ante todo su barrio, su ciudad.
Una semana después de la publicación de su nota en La Nación atiende el teléfono. Es Salvador, el gran amigo de su esposo Miguel que ha leído su nota de lectora en el diario. Delia no había visto ni a Salvador ni a su esposa Celia desde el entierro de Miguel. Había tratado en vano de invitarlos para conversar con ellos, encontrando siempre excusas absurdas y gentiles.
Celia, a la pregunta de Salvador de cómo está, cuenta sobre Pablo y de que ni siquiera ahorrando alcanza a tener departamento propio.
─Vos sabés, Salvador, que Miguel siempre fue derecho pero nunca tuvimos lo suficiente para mudarnos de esta casa alquilada desde hace veinticinco años, ni aún trabajando los dos, ni cuando él llegó a jefe de la concesionaria de ventas de coches Ford donde vos lo conociste.
Después de un corto silencio Salvador dice con firmeza,
─No te preocupés Delia, Celia y yo te vamos a ayudar, no tenemos hijos, siempre hemos sido frugales en nuestros gustos y para eso están los amigos, yo le debo tanto a Miguel… Mirá, nos encontramos en lo del escribano Farías el martes que viene a las cuatro de la tarde, y yo llevo la plata, voy a traerte unos cinco o seis mil pesos para irte acercando a lo que necesitás para comprarte un departamento, y quien sabe, quizás en un nuevo lugar Pablo se te mejora. Lo del escribano es porque así queda claro de dónde sacaste la plata, aunque en este país nadie pregunta, vos sabés que al igual que Miguel soy chapado a la antigua.
Delia cuelga el teléfono, piensa en ese gesto de Salvador, reconfortante pero un poco inútil. Cinco o seis mil pesos no es mucha plata, pero ella no ha tenido el coraje de mencionar esto en el teléfono.
Adriana mueve la cabeza y me dice a mí directamente anticipando un giro decisivo en la historia:
─Vos te acordarás que en los setenta hubo un cambio de moneda, ¿no?
Pasamos de los pesos a los Pesos Ley, pero todo el mundo seguía hablando en pesos viejos mucho después, como me contaron que pasaba en Francia.
Supe en ese instante que vos también te habías dado cuenta del giro, pero no interrumpimos, sentimos que era importante estar en silencio.
Esa tarde del martes era un día de otoño, un poco gris, húmedo y fresco, nada especial. Delia se vistió, se miró al espejo, pensó que todavía no estaba tan vieja, tomó el colectivo 60 hasta Ayacucho y Córdoba donde estaba la escribanía de Farías. Pablo no le preguntó nada, ya estaba muy lejos, ella lo sabía pero admitirlo era otra cosa.
Delia, como buena maestra de escuela, estuvo puntual y diligente en el lugar de encuentro, unos cinco minutos antes de las cuatro. La secretaria de Farías la hizo sentar en la antesala y le dijo que cuando Salvador llegara el escribano los atendería sin demora.
Salvador entró a la escribanía a las cuatro en punto, con un portafolio marrón de cuero gastado, solo. A las y cinco, con tiempo suficiente en la antesala para reconocerse y constatar que eran los mismos de siempre, ya estaban con Farías. Salvador sacó el dinero del portafolio y de pronto Delia entendió: eran cinco mil seiscientos Pesos Ley. Necesitó unos segundos para recobrar el aliento y hacer la simple aritmética del milagro, eran quinientos sesenta mil pesos. Salvador ni pestañó, parecía no percatarse de la sorpresa iluminada de Delia. Salieron de la escribanía, tomaron un café en el bar de la esquina, agradecimientos y promesas de verse pronto, certitud de la estupidez de Sábato, reminiscencias de Miguel, saludos y besos a Celia.
En la media hora de colectivo 60 que lleva a Delia a su casa, sentada mirando sin ver por la ventanilla, recuerda el portafolio marrón, las manos de Salvador sacando paquetes de billetes nuevos. ¿De dónde salió la plata? Celia y Salvador no eran ricos, un poco raros e imprevisibles pero normales, gente corriente. ¿Por qué le daba esa cantidad enorme? Y ahora que le da vueltas no sabe cuál es la magnitud de lo que Salvador dice deber a Miguel. Baja del colectivo y decide no dudar. La gente buena también existe.
Adriana se para, va hasta la pileta, se sirve un vaso de agua, se sienta y esta vez sin mirarnos sigue contando:
─Mamá vio a Salvador y Celia en el entierro de Pablo, que se mató dos semanas después de que se mudaran al nuevo departamento de la calle Virrey Cisneros, pagado casi todo con el regalo de Salvador. Se mató con una botella de whisky comprada por mamá y pastillas de Valium. Mamá lo encontró muerto esa mañana con aspecto de borracho sin retorno.
Adriana habla de la muerte de su hermano sin cambiar de tono, suena como la muerte de un personaje en la película que uno vio ayer con un amigo. La tragedia desaparece, el suicidio es un evento que hay que circunvalar para llegar al destino, es un recuerdo triste que se guarda en el cajón inferior de la cómoda, ese que se abre pocas veces.
─Unos meses después mamá y yo fuimos a la casa de Salvador y Celia a agradecerles. Nunca antes había visitado su casa, mamá creo que fue una vez cuando papá todavía vivía. El departamento era modesto, en la calle Callao cerca del centro. Nada revelaba mucho dinero, había libros ordenados y todo estaba limpio y casi oscuro. Nunca más los vimos, ni mamá ni yo. Me pregunto si viven aún, probablemente no, mamá ya murió hace diez y ocho años y eran de la misma edad. Que yo sepa no tenían herederos ni parientes.
Adriana se acomoda en la silla, su mirada cambia, la voz, que un instante antes está llena de misterio y nostalgia vuelve a su normalidad de engaño y mundos de finales felices, y nos dice:
─ ¡Fue tan feliz mamá contando a todo el mundo ese gesto maravilloso de Salvador, ese señor que igual que papá estaba siempre bien vestido y con corbata, siempre tan correcto, y que con insistencia repetía que le debía tanto a papá!
Se dirige a mí, y con la actitud del que terminó su tarea prolija y completa, con una sonrisa me dice:
─ ¿Viste?, vos que escribís episodios tristes con finales sombríos que no se entienden, cómo en la realidad hay cosas que dan sentido a la vida, como la amistad y la generosidad existen, y si no ¿qué otra lectura puede tener esta historia?

3. Perfección
Toda esa noche y la mañana siguiente funcioné como un autómata consumido por la neblina de un absurdo que no podía definir. La historia de Adriana, que se marchó esa misma mañana de madrugada en un taxi al aeropuerto camino de otro aeropuerto y otro taxi que la llevaría a su barrio, era demasiado redonda, perfecta y chocaba contra las aristas filosas y desordenadas de la vida, es decir de mi vida. Sentía que tanta redondez no cabe en trayectorias que chocan continuamente contra el azar y la biología, marchitando decisiones y moralejas no realizadas.
Estuve así una semana. Ese lunes a la tarde, sentado en un café, saqué del bolsillo el móvil y la tarjeta de crédito de la billetera. Reservé un asiento en el vuelo del miércoles. Una agitación honda me precipitaba a revolver el pasado de desconocidos, pero no había remedio: tenía que ir.
Después de dos días de vagar por la ciudad, comer cualquier cosa en el hotel, no llamar ni a familia ni amigos, decidí mí primer paso y tuve suerte: la Escribanía Farías todavía existía.
Farías padre había muerto, pero su hijo menor, también escribano, me atendió. Me dijo que me daría la información, porque yo le caía bien, habiendo viajado de tan lejos solamente por una cuestión que él llamó teórica. Me proporcionó la copia de la escritura de cesión sin condiciones de la suma de cinco mil seiscientos Pesos Ley que Don Salvador López, y su esposa Doña Celia Marotto de López, otorgaban a Doña Delia Cicotti de Eneriz sin condición alguna y en prueba de su antigua amistad con el ya difunto Miguel Eneriz.
En la escritura figuraba la dirección de Salvador y Celia. El portero de la casa, tal como lo había presentido Adriana, me informa que los dos habían ya muerto, primero Celia y unos meses después Salvador. Unos ocho años después del regalo a Delia, calculo, por la fechas enumeradas por el portero. Parecía que las pistas terminaban ahí, pero por una corazonada, toqué el timbre del departamento de al lado. La vecina, una mujer de unos noventa años, recordaba que Salvador había trabajado mucho tiempo en la concesionaria Ford de Juan B. Justo y Sanabria.
Tomé un taxi. La ciudad discurría triste y gris por la ventanilla, apenas un destello de sol entre los edificios desiguales y oscurecidos por el hollín. Al llegar reconocí la concesionaria, hacía mucho tiempo había ido con un amigo a mirar coches. Estuve media hora preguntando a empleado tras empleado. Nadie recordaba ni a Salvador ni a Miguel. Ya cansado fui al baño, y casi al entrar la ruleta de la casualidad cantó mi número. Una mujer madura, de la edad de Adriana, salía del baño de mujeres. Intuí en esa figura un pasado de atracción singular. Me escuché preguntarle, desde fuera, como si yo fuera otro, si ella sí los había conocido. Su expresión cambió, como si la cámara de una película de las de antes hubiera enfocado su pasado. Me dijo “antes de irse pase por mi escritorio, soy Silvia”. Pasé por su escritorio, y sin saber cómo sentí en la mano un papel doblado.
Desdoblé el papel al salir a la calle y leí: “Silvia Berti, Belgrano 2354, dto. 4d, venga esta noche a las 21hs, sea puntual.” La letra era clara y pareja, escrita en tinta azul de estilográfica. ¿Qué iba a hacer esas cuatro horas que me quedaban? Había empezado a llover y era casi de noche. Decidí ir a un cine cualquiera de Lavalle. Si vi o no una película no lo sé, pero al salir eran las 20hs. Podía llegar puntualmente caminando las treinta cuadras hasta la casa de Silvia. Hasta donde vivía parecía contener un mensaje, Silvia vivía en un barrio hacia el Sur.
Mis pasos se ralentizaban para no llegar demasiado temprano. Un viento interno me hacía liviano y me empujaba. Miré el reloj y toqué el timbre:
─Lo estaba esperando, suba: es el segundo departamento a la derecha.
La puerta estaba entornada, no tuve que llamar. Silvia estaba ahí, vestida en vaqueros y una blusa roja, con el pelo suelto y una mirada cansada de ojos castaños. El departamento era chico y resumía intimidad y melancolía.
─ ¿Cómo me dijo que se llama?─ Sin esperar respuesta la escucho decir “bueno, no importa, nos veremos hoy y nunca más, ¿qué puede importar como se llame?”
Me senté y ella, como si hubiera estado esperando una eternidad para contarle a un perfecto extraño la historia, sirvió dos scotchs largos y sin hielo.
Miro la etiqueta de la botella mientras me dice: “no tengo mucha plata, pero no tomo cualquier whisky, es un placer sencillo y caro el buen scotch”.
Silvia habla por un tiempo indefinidamente largo. No atino a interrumpirla ni a preguntar nada. Todo yo estoy encadenado a la voz, a la música de los gestos, al ritmo sereno de la confesión.
Silvia tenía apenas veinticinco años cuando conoció a Salvador y Miguel en la concesionaria. Ella entró a trabajar como facturadora de coches. Era contadora, una carrera brillante en la Facultad de Ciencias Económicas. Se imaginaba un gran futuro. Quizás podría ser la primera mujer Ministro de Economía ó Directora del BID. La concesionaria era algo para empezar, para hacer los primeros rounds. Aún con su conflicto típico de mujer que nunca piensa que es bella, sabía que hombres y mujeres la encontraban casi deslumbrante. En el clima social de ese momento era impensable “que una chica tan linda se dedicara a los números”. Bailaba bien, incluyendo el tango. Se vestía con cuidado para atraer sin perder misterio ni elegancia. Había ya tenido algunos novios con los que se había acostado. No gran cosa, suficiente para la iniciación sexual y para seguir añorando orgasmos profundos, para presentir un enamorarse de verdad, de esos de perder la cabeza y las cuentas.
Silvia se enamoró de los dos; de Salvador y de Miguel. Ellos, los dos casados y entrando en los cincuentas, eran señores bien vestidos, con corbatas impecables, amables y distantes.
─ ¿Por qué de ellos? ¿Por qué de los dos? Silvia pregunta sin esperar respuesta, ni mía ni de ella, probablemente para escuchar en voz alta ante un testigo ocasional, esa misma pregunta que debe haber rebotado y rebotado en recuerdos y pensamientos como un misterio al borde entre la conciencia y los sueños.
Salvador era alto y rubio de sonrisa tímida, ojos grises y andar liviano. Miguel era de pelo oscuro y rizado, ojos castaños, un poco más bajo que Salvador. Su mirada era directa y discreta. Miguel era sub-jefe de la concesionaria y Salvador se ocupaba de todos los asuntos legales de la compra-venta de los coches usados y nuevos.
Unos meses después de su ingreso en la sección contaduría, Silvia ya se acostaba con Salvador en su piso de la avenida Belgrano, que ella había comprado usando la herencia de su abuela materna. Una curiosidad esa mujer tan inteligente y bella viviendo sola tan joven. El affaire no fue ni leve ni casual. Salvador era otro hombre en la intimidad, bastaba ese primer scotch, bebida a la que introdujo a Silvia desde el primer encuentro amoroso, para que su sonrisa fuera amplia, sus manos se volvieran grandes y hermosas. Era mucho más Salvador sin corbata, un poco despeinado y curiosamente ansioso, casi como un adolescente. Silvia había adivinado a ese hombre, casi lo había inventado. Se amaban hasta la desesperación y no encontraban suficiente tiempo para estar juntos. Fingir en el trabajo era una tarea agotadora. Salvador le mentía a Celia como podía. Silvia no preguntaba. Nada importaba, ni Celia ni la diferencia de edad. En realidad era para ambos la primera vez, y entonces eran los dos nuevos, recién nacidos al arte de matar la inocencia.
Poco después Silvia empezó la relación con Miguel. Miguel se dio cuenta enseguida de que compartía a Silvia con Salvador por el scotch.
Un día Silvia y Salvador decidieron que no podían seguir así. Le contaron a Miguel. Salvador cambió los papeles del Ford Falcon azul, casi nuevo a su nombre y Silvia en unas pocas semanas fue separando cheques que no anotaba y cobrara para tener suficiente dinero para la fuga. Dieron parte de enfermedad, ambos por separado con un día de diferencia y en ese noviembre partieron. Salvador le dijo a Celia que tenía que ir a una exposición de automóviles en Brasil. La felicidad los acarició por unos días en sus largas caminatas a orillas del mar, después de hacer el amor, cenando en los buenos restaurantes. Miguel llegó y se fue en avión un fin de semana. Fue la primera vez que se amaron los tres juntos. Silvia nunca supo nada, ni tampoco preguntó, sobre ellos antes de esa noche.
Casi con pudor contrariado Silvia evita los detalles. Su expresión y su voz, sin perder del todo un estilo cansino, parecido a la serenidad, destellan en la evocación del encuentro. Silvia me transmite vibraciones de algo único e irrepetible, como si me dijera que si ella fue o es alguien singular, distinguida de las masas informes de vidas grises con finales previsibles e intrascendentes, lo es solamente por haber vivido “aquello”. Es joven y hermosa otra vez, y en mi alucinación siento una mezcla de asombro, envidia y un deseo absurdo por quien ella fue, un querer haber sido parte de ese pasado, parte de uno de esos momentos en que el tiempo se suspende y todo tiene sentido porque sí.
La vuelta de Silvia y Salvador, dos semanas después del fin de semana con Miguel, trajo la oscura realización de que la fuga había sido un escape temporario y amateur de las normas a las cuales pertenecían por nacimiento y familia. Silvia volvió al trabajo el viernes y Salvador el lunes siguiente. Miguel nunca faltó al trabajo. El misterio era que no había pasado nada, los jefes y compañeros preguntaron por su salud. Nadie en la concesionaria pareció correlacionar las ausencias. Celia no preguntó mucho, como si no importara o quizás como si supiera demasiado.
La noche del martes, a eso de las ocho de la noche, los tres se encontraron en el café La Paz en el centro. El ruido y el humo de los cigarrillos era el lugar óptimo para esa conversación a tres. Miguel dijo que él había arreglado todo. Los cheques que faltaban se adjudicaron a reparaciones inventadas de coches. Las facturas del taller mecánico eran similares a las de siempre que hacía falta hacer esas cosas: por cuestiones de impuestos o de inspecciones municipales que demandaban un “arreglo” con los inspectores. Por otra parte el Ford Falcon aparecía ya en exhibición, listo para la venta en la vidriera de la concesionaria. Salvador preguntó que hacía con la plata que había sobrado, una cantidad equivalente a la venta de cuatro coches nuevos. Miguel le dijo: “guardala vos, algún día encontrarás la mejor manera de usarla, eso sí, pasala a dólares, si no dentro de poco no va a valer nada”.
Todo el año siguiente a la fuga el departamento de la avenida Belgrano fue el lugar para ellos tres. Se amaron sabiendo que eso no podía durar. También Miguel era otro allí, de risa fácil y besos sin remilgos. Sus camisas almidonadas desentonaban con sus gestos sueltos y generosos. Le mentía a Delia como podía, mejor que lo que se mentía a sí mismo.
Y de repente todo terminó sin razón ni remedio, movido por la fuerza inexorable del vivir decorosamente. Silvia nunca supo detalles. No hubo explicaciones ni despedidas. Quedaron en su casa dos botellas de scotch, del mejor, nunca abiertas, y las tareas de siempre: las cuentas para pagar, la familia que hay que ver, el tedio y la seguridad de la “normalidad”.
Silvia dice con apuro que no importa lo que pasó después. “Después es la monotonía de siempre”, la escucho afirmar, y sé que estamos cerca del final, pero igual, con una necesidad de clausura para no negarme un epílogo, me cuenta en unos minutos haberse casado y separado, no haber tenido hijos, haberse enterado de la muerte de Miguel, no haber nunca más visto a Salvador después de que se jubiló, no haber sido nunca ni Ministro de Economía ni Presidente del BID.
Todavía había bastante tráfico en la avenida Belgrano cuando, después de un beso de compromiso y un adiós para siempre, a las dos de la mañana inicié la caminata de vuelta al hotel. Esa noche soñé con mi casa de Warnes, soñé que llovía y que de las goteras del techo viejo y nunca arreglado caía agua en chorros finos que mojaban las sábanas de la cama en que dormía.

4. La otra historia
Como todas las historias creíbles la de Silvia tampoco cerraba. ¿Qué le habrá dicho Salvador a Celia sobre la causa del regalo? ¿Y qué de Miguel y Salvador después de ese año?
De todas maneras, escuchame: nunca le voy a decir a Adriana lo que me parece que sé. La historia de Adriana es menos interesante pero más redonda. Quizás a ella esa redondez le sirva, o, a lo mejor, ella intuye otra pero no le gusta ese libro, como no le gustan los cuentos que yo escribo, los que no se entienden y tienen finales sin consuelo.
Apaguemos la luz y vamos a dormir, es tarde y mañana tengo que trabajar.

jueves, 25 de marzo de 2010

Pan

Bajaba por la calle Jordán en esa tarde otoñal de Madrid con el pan bajo el brazo al estilo parisino. Como siempre iba triturando pensamientos viejos y sombríos. Pensaba en los intestinos de los humanos, llenos de mierda, no por algún designio divino relacionado con la idea del mal y el bien, con lo puro y lo desechable, simplemente un resabio de eficiencia para sobrevivir producto de la evolución. Por más que presumiéramos son los intestinos y no el cerebro los que ocupan a nuestra circulación, litros y litros de sangre usados en máxima utilización de nuestra ingesta.

Si hubiera pasado en sentido contrario algún transeúnte podría haber visto, de haber mirado, los ojos idos y dilatados de ese hombre común llevando una barra de pan todavía tibia y crujiente. Siempre preguntándose porque él, ahí y ahora y después la eternidad sin él, allí y después.

Pero no pasó nadie en esa tarde a la hora del almuerzo, nadie que pudiera interrumpir la marcha cansada. Se le ocurrió que llevaba cerca del plexo casi la historia y la razón de ser de eso que llamamos sociedad. Agua, harina, trigo, comercio, dinero, papel para envolver, calles por donde caminar para ir a comprar, seis mil años de agricultura, descubrimiento de la levadura, y el fuego y sus secuelas combustibles como el petróleo que queman esos coches pasando por la avenida a la cual se aproxima.

Sonrió ligeramente, ese razonamiento le parecía casi literario, al borde de ser inteligente, un poco inútil como toda su filosofía de bolsillo, pero aún así la satisfacción borró por un instante la soledad.

Al llegar a la avenida vio al grupo de tres hombres que dormían en ese rincón, noche tras noche, con sus posesiones en carros de supermercado. Siempre había pensado que eran serbios, cosa que se había imaginado porque las veces que los había escuchado hablaban un idioma que le sonaba a eslavo, no era ninguna de las lenguas que conocía o reconocía, serbio entonces era suficientemente aproximado.

Se acercó, los tres hombres deben haber visto sus ojos, les ofreció el pan y les dijo que no había ninguna otra manera mejor de compartir la civilización, y que la gastronomía no era más que una variación ínfima. Uno de los hombres aceptó la ofrenda. Siguió andando, sin duda tendría que pensar en que otra cosa comería esa tarde.

En busca del rojo

I. El imperio.

Ese mes los empleados de la compañía de la que soy dueño y dirijo parecían todos embarcados en una confabulación mundana y banal. Todos tenían una razón para oponerse a uno u otro aspecto de los cambios que había anunciado en mi empresa. Lo que encontraba yo paradójico era que cuando hablaba con fulano me sentía convencido de la legitimidad de sus argumentos, pero lo mismo me pasaba con mengano, aunque este sostuviera lo diametralmente opuesto. Así pasé varias semanas de intranquilidad y zozobra, agregado a lo cual estaba la necesidad de tomar medidas para no seguir en el camino de la quiebra. Decidí tomarme unos días y me fui a la sierra. El paisaje era sereno y los colores del cielo contrastaban con mi desasosiego. Lo que más me confundía era que aun expuestas las medidas en forma casi matemática, es decir con lógica impecable, nadie parecía entender la situación del otro. Era casi como si los mundos de los empleados y el mío estuvieran en dimensiones dispares, entrecruzándose sin tocarse.

Esa noche bebí un poco más que lo habitual. El vino estaba estupendo. A la madrugada, casi despierto, todavía recordaba el sueño. Era yo el emperador de una región magnífica, llena de vides y olivos, donde el color rojo no existía. Había escuchado de viajeros de otros imperios muchas cosas sobre el rojo, entonces formé una comitiva. Mis obligaciones no me permitían ausentarme del Imperio. La tarea era viajar a lugares donde el rojo existía, averiguar lo máximo posible y volver con el informe correspondiente. No era posible traer algo rojo en sí, ya que las características de la región aniquilaban el color y lo transformaban inmediatamente en gris, color abundante en mi país. La comitiva volvió con el informe: durante horas se explayó sobre lo que se siente, sobre los contrastes de sus varias tonalidades, me contaron de atardeceres que no eran grises, sobre el rango de longitudes de onda que lo define.

Me levanté, sentí el sobresalto del emperador, el estupor helado de comprender de una vez y para siempre qué nunca sabría que es el rojo.


II. Caminos de siempre.

Finalmente, hace ya como un año, tomé las medidas necesarias en mi empresa y con satisfacción decidí empezar mi nueva rutina semanal de casi jubilado. Mi jubilación es una de las medidas que había anunciado en mi empresa, Ricardo se ha hecho cargo de la mayor parte de mis responsabilidades anteriores.

Ahora que estoy llegando a viejo, lo de mayor es un eufemismo bonito pero estéril, necesito tiempo a la mañana. Despertarme, hacerme el desayuno que incluye el capuchino espreso, ir al baño con tranquilidad, jugar con el Internet, hacerme ilusiones de que tengo alguna ocupación esperándome. Dos días por semana hago gimnasia de mantenimiento, lo que quiere decir que soy el único hombre entre treinta mujeres madrileñas que hablan sin cesar, siempre parecen tener lo que decir. Para mí en cambio el mantenimiento es sinónimo de silencio y sudor. El resto del día juego con que tendría que bajar de peso. Soy rubio y petisón, me gustan mis canas y me deprime mi panza. Sigo con mis ecuaciones gastadas, mi gimnasia de mantenimiento cerebral, siempre un poco asqueado de darme cuenta que hoy no sé mucho más, quizás bastante menos, que cuando tenía 20 años y era un estudiante prometedor. Entiéndase que me ha ido bien, pero con respecto a mis ambiciones de entonces soy un físico menor de Buenos Aires, aunque no he vivido allí mucho de adulto.

A veces mi rutina semanal consiste en leer. Soy un lector errático y reactivo. Leo lo que me cae en las manos, muy pocas veces voy a buscar libros, los encuentro, me los recomiendan, están ahí. Este mes estoy leyendo “Ese Infierno”, qué trivial parece mi vida ahora comparada con la de estas mujeres que pasaron y sobrevivieron a la ESMA[1]. Pensar que yo trabajaba en la acera de enfrente de la Libertador, mucho antes de que la ESMA fuera convertida en un campo de concentración “a la argentina”. La saqué barata, pienso, y me pregunto si nunca me metí “en la pesada” porque no entendía que querían los montoneros o porque mi instinto de supervivencia me impidió ese acto que, mirándolo desde ahora, hubiera sido absurdo, pero sin duda lejos de esta rutina.

Bueno ya es hora de ir a la cama, he matado un día más, superado ilusiones estúpidas de nuevos amores y amigos que me entiendan, puedo dormir tranquilo.


III. Una tarde en casa.

Mario bajó el libro y la miró, la extrañeza de verla ahí a ella también leyendo lo invadió por entero. ¿Quién era esa mujer con quien llevaba viviendo más de cuarenta años? Sintió deseos de mirarse al espejo, desistió. Sabía que solo podría agregar a esa sensación desapacible de vacío verse a él mismo con un rostro que parecería venir del futuro de su juventud ida y ya enterrada.

− ¿Qué estás leyendo, parecés muy concentrada, es el mismo libro de ayer?

La pregunta era un intento de calmarse, de tocar el recuerdo del amor lejano y gastado, de recobrar una parte de la ternura diaria.

−Sí, el mismo, dejame leer, no me interrumpas a cada rato como siempre

Ella lo dijo tratando de romper el recuerdo del amor lejano, en un intento de poblar el instante con el presente concreto y tangible, dolía demasiado recorrer el camino de siempre, jugar a reconocerse.

Él busco con un giro de cabeza la luz del balcón y encontró los árboles sin hojas, altos, esperando la primavera que no tardaría en llegar. Le ganó a las lágrimas y evocó la imagen deshilachada de hacer el amor, una, mil veces. De a poco pero apenas en un segundo apareció la película interior del reconocimiento, eran el mismo destino, la inconsolable separación de la muerte.

−Hoy hago la comida yo, seguí leyendo, te llamo cuando esté

Ella lo miró y como siempre comprendió la extrañeza, sintiendo también la urgencia del espejo, se resistió, una breve sombra con su propio rostro se movió con presteza en ese instante de su memoria. ¿Para qué mirarse? Si ya, como siempre, se habían reencontrado.

Él decidió que cocinaría pasta, fácil y contundente, había ya demasiado sutileza esa mañana.


IV. Warnes.

Describir es congelar y es también dar vida a lo que nunca existió como lo veo ahora. ¿Quién fui? ¿Si hubiera una respuesta ayudaría a saber quién soy ahora?

Tengo seis o siete años y ya sé multiplicar y dividir. Escucho teatro por la radio. El otro día vi a Perón en la pantalla chica de blanco y negro, la que miran ensimismados todos en el bar de al lado de casa. Soy un judío petiso y gordito. Juego al futbol en la acera con los chicos de la cuadra, tapitas de Coca Cola por pelota. Juego a las bolitas, me peleo poco, muchas cosas me dan miedo. Sigo sin entender por qué mi madre me dice que el futbol es de “goim” y los chicos del bar de la esquina me dicen que maté a Cristo cuando me ven no santiguarme al paso de la carroza camino al cementerio de La Chacarita, tirada por caballos cuyo trote rebota en los adoquines. Uso pantalones cortos y voy vestido al borde del desaliño. Pienso a veces como si fuera grande y ya le temo a mi muerte. No logro descifrar si amo a mi madre, sé qué extraño tener un padre más presente. Reconozco su vuelta diaria desde el balcón bajo del dormitorio por su tos de fumador constante y sé que lo quiero. Mi hermana, y mi hermano que me sigue a todas partes, están. Escribo composiciones cursis y hablo de cosas que no entiendo. Me avergüenzo seguido de quién soy, me gustaría ser alto y delgado. Me molestan mi madre y su madre cuando hablan idish para que no las entienda. Me hace sentir distinto, quizás si maté a Cristo, pero de eso no me acuerdo. Me gusta la lluvia, mojarme en la lluvia. Ganar a las figuritas. Soñar con ser fuerte y con ganar en las peleas. Tengo ojos claros y me enfermo mucho. Fui salvado por la estreptomicina de mercado negro cuando la penicilina no curaba ya mis infecciones de oído. Detesto a la doctora a la que me llevan, se duerme cuando me ausculta, me hace esperar horas en medio de la fiebre y la ansiedad. Nunca tuve una bicicleta y se rompió mi primer triciclo el mismo día de su estreno. Sueño con la número 5, me regalan para reyes una número 3 ovalada comprada en Capicúa, la papelería quiosco de la otra esquina. Los barquitos de papel que hago navegan por Warnes inundada, declive casi imperceptible que justifica la corriente que los lleva más allá de mi calle y más aquí de mi imaginación. Me llaman Mario y algún día escribiré ecuaciones y poemas y desearé con toda mi alma haber aprendido el odiado idish. Amaré, seré amado y me aproximaré a mi muerte de la misma manera irrelevante de casi todos.

Describir es congelar y por eso me gustaría conversar con vos, que te me escapás de las fotos como un holograma evanescente y te me aparecés en pequeñeces como si de verdad hubieras ocurrido no solo en mi memoria.

V. La llamada.

El teléfono sonó con vehemencia. En un solo movimiento miré el reloj y contesté la llamada. Dos y media de la mañana. No me asusté mucho, estaba demasiado dormido y todavía en la neblina del sueño que ya no recordaba. Una voz que conocía de algún lado me decía en español pero con pronunciación francesa de la erre:

-Mario, ¿sos vos? Te habla Julio

-Julio, ¿qué Julio? ¡Ah! Sí habla Mario ¿me hablás de París?

- No, desde que estoy muerto siempre en Buenos Aires, lo de París fue como lo del tango, para poder hacerme conocer

- ¿Te puedo llamar Julio?

- Sí dale pibe, después de todo yo te traté directamente por tu nombre

-Bueno, es diferente, yo soy un físico menor de Buenos Aires, tallerista de escritura creativa que trata de no plagiar de forma abierta a los tipos como vos, los que de verdad escriben, che. De paso te digo Julio que estuve re-leyendo tu novela “Los Premios”, no que sea importante para vos, ya que la deben haber leído muchos millones más de paparulos como yo

- Escuchame Mario, te llamo porque me enteré por ahí que no leíste “Rayuela” y desde ayer me anda molestando esta omisión imperdonable, no que cambie mucho el destino de la humanidad si lo leés o no, pero viejo, ¿cómo puede ser?

- Mirá Julio, cada vez entiendo menos, ¿cómo puede ser importante para vos, famoso, muerto y todo, si yo leí tu “Rayuela”?, tendría que ser tan insignificante como una paja más en un quilombo

-No importa por qué, tenés que leerlo, es un “must do”

-Che, pero por qué encima de todo me lo chamuyás en inglés, sé que es un “must do”. Lo tengo en casa y miro la tapa, lo hojeo, leo dos líneas y lo dejo, hace ya de esto unos 40 años. ¿Pero podrías perdonarme, no? Leí “Los Premios” dos veces. No concibo como un libro ya publicado pudo cambiar tanto en estos años

-¿Estás seguro que leíste mi libro “Los Premios” las dos veces de la que hablás?

- No, no estoy seguro de nada. Dejame contarte, ya que te tengo en el teléfono y dios sabe si volveremos a hablar, que tu libro, o tus dos libros, fueron muy importante para mí. Muchas veces soñé con la idea de sentarme a tomar vino con vos, ¿sabés? No sé que te hubiera dicho, sobre todo si empezabas con tus erudiciones incomprensibles al estilo Persio, tu personaje, ¿o es al revés?, ¿Persio es el autor y vos sos su personaje?

-Bueno dejate de pavadas Mario, se está haciendo tarde, sobre todo para vos porqué yo estoy en hora Buenos Aires, y contame por qué “Los Premios” fue tan importante para vos. Puede que si tu historia es buena te perdone, o te deje a vos que te perdones, por lo de “Rayuela”

- Mirá Julio, el primer libro lo leí hace ya más de treinta años. Creí que era una alegoría de la Argentina y no les di mucha bola a tus personajes. Para mí fue una corroboración de que nuestro país era un absurdo a la deriva, gobernado por chantas autocráticos amparados por la estupidez de la mayoría. En el segundo libro, que terminé hace una semana, me vi en más de uno de tus personajes. Especialmente en el tránsito desde venir de la mersada, como el Pelusa, y tratar de ser como, digamos, Medrano. Para ser Persio no me da. Me vi en tu libro cruzando en edad y clase sin nunca salir de la tribu, unida por el absurdo de un acuerdo lingüístico y algunos tangos, y quizás, y no lo digo para que me perdonés, algunos libros como los tuyos, que hacen que no seamos solo un montón de vacas rodeadas de gente vociferante y de mal gusto

- Bueno te voy a colgar. Tengo muchos otros llamados para hacer

-Chau Julio

Chau Julio, chau Julio, estas dos palabras rebotaron y rebotaron en el dormitorio. Eran ya las 3 menos cuarto de la mañana hora Madrid, ni las 11 de la noche en Buenos Aires, donde hace ya 30 años que no vivo. Julio estaría buscando una pizzería para cenar, me dormí de vuelta con la promesa de siempre: “Mañana empiezo Rayuela”.

VI. Aun así. Memoria del Holocausto.

¿Pero qué importa?

Seremos polvo

La eternidad tiene infinita paciencia

La memoria será nada

El planeta se convertirá en plasma

Parte mínima de materia imponderable

Y sin embargo

Sin esa aspiración a ordenar el caos

En definir lo justo

En confiar en que mas allá de nuestra muerte

Habrá algo aquí que tiene sentido hoy

Ese ínfimo instante que existimos

Carecería de dignidad

Y sin ella el único sentido de vivir es vivir

Por eso, y a pesar de ello

Seguir desgastando el abismo

Es casi lo único

Más el amor que no tiene ni necesita sentido

Los recordaré con mi presencia efímera

Trataré que estén contenidos en la memoria de mis nietos

Y que más

Pero que menos

[1] Escuela de Mecánica de la Armada situada en la zona norte de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Desde 1976 hasta 1983 fue convertida en un campo de concentración, tortura y exterminación por la Marina Argentina. Designada como Museo de la Memoria en 2004 aún no ha abierto sus puertas al público.

lunes, 11 de mayo de 2009

Valencias Saturadas

Reflexión sobre la soledad compartida
Caminaba por la última calle de su vida, pero él aun no lo sabía. Iba ensimismado como siempre, tratando de arreglar su pasado. Llevaba sus anteojos de sol aunque era una tarde gris, veía mal, borroso, ya que el gas inyectado en la operación para reparar la retina de su ojo izquierdo le jugaba malas pasadas, ni siquiera entendía las imágenes, aunque lo que fuese estaba dentro del ojo, como el pasado que trataba de reparar con la meticulosa obsesión de toda la vida. Se decía que si hubiera hecho esto o aquello cuando se encontraba con Silvia, o si se hubiera atrevido a hablarle a esa mujer que había pasado a su lado aquel día, en aquella ciudad, hacía ya tanto tiempo. Tanto tiempo. La calle era larga y estrecha, a esa hora de la tarde solitaria y sombría. Pensó en la suerte que significaba no tenerse que encontrar con nadie, y entonces empezó a llorar quedamente, a llorar su propio cansancio, a lamentarse y compadecerse. Las lágrimas que se secaban casi al mismo tiempo que mojaban su cara hacían más difícil ver. Llegó a la intersección. Cruzó. Renovó el recordar tratando de evocar nombres de mujeres que fueron parte en su historia, banal, única, interesante solo para él. Retina, vítreo, mácula, formación de imagen, nervio óptico. Llevaba la cabeza a unos 45 grados, suficiente como para anticipar unos cuantos metros su propio andar y estar seguro de no pisar la mierda de perro omnipresente en esa Madrid del siglo XXI aspirante a ser sede olímpica. Seguro que en mierda de perro no tenía competencia, pero eso nunca se sabe, pensó, la mierda es inagotable. El gas dentro del ojo le proporcionaba un espectáculo incompartible. Si agitaba la cabeza se desprendían burbujas y círculos negros que danzaban por ahí adentro. ¿Serían 45 o 30 los grados de inclinación?, corrigió una vez más la postura. Le habían dicho que eso ayudaba a que la retina se pegara.
Llegó a la siguiente intersección, esta vez un transeúnte se cruzó, casi rozando su hombro derecho. Era un hombre joven y apurado, no se dio vuelta.
Entonces sintió la soledad entrándole por los ojos y poseyéndolo por entero. No cambió el ritmo de la marcha, habría caminado como unos 800 metros por esa calle larga y sucia con olor a seco y a viejos orines de hombres irreverentes y quizás borrachos. Algunos años atrás, al llegar a ésta que ahora era la ciudad donde estaba la calle por la que iba, aun tenía esperanzas de ser parte de algo, quizás de tener amigos, de encontrar una amante que lo quisiera y le hiciera olvidar y recordar, recordar y olvidar. Pero los pobladores de esa ciudad tenían sus valencias saturadas, a menos que fueran inmigrantes recientes, y también ellos buscaban sus afines. El era un inmigrante “deluxe”, podía ir y venir, volver, ¿pero a dónde?
Ya varios meses antes de la operación empezó a sentir su desaparición. Se volvía transparente. Era mirado pero no visto, oído sin ser escuchado. Se iba deshaciendo, incluyendo sus recuerdos, que de tanto hilar se gastaban. Llegó a la intersección siguiente, el sol entre las nubes hirió la pupila dilatada por el colirio recetado y rigurosamente administrado.
Valencias saturadas, la calle terminaba en una pared alta, muy alta, suponía ya que nunca levantó la cabeza, lo tenía prohibido.
Eduardo Waisman, Madrid 6 de mayo de 2009.

lunes, 10 de noviembre de 2008

Vivo entre libros











Vivo entre libros. No, no es que lea mucho o habite en una biblioteca, pero desde hace un tiempo me siento como una bola de billar rebotando entre las palabras de los libros que he leído y de aquellos que no he leído y nunca leeré. Y aún cuando en uno de esos saltos fortuitos me encuentro fuera de ellos es como si hubiera otra pared de letras de los todavía no escritos que me empuja de vuelta hacia el principio.

Estaba el otro día en eso cuando mi amigo el matemático Lucio, el que sostiene que escucha la música y el contrapunto de lógica y axiomas, me contó esto que referiré lo mejor que mi memoria atrapada en volúmenes mal acomodados me permita.
Lucio comienza el relato preguntándome -¿Cuál es la distancia más corta entre dos puntos en un plano? A lo que respondo sin un segundo de hesitación: -la dada por un segmento de recta que pasa por ellos. –Bravo, bravo, me dice. Y comienza el relato de cómo Johann Bernoulli al final del siglo XVII encontró la manera de probar este hecho rigurosamente, y además de resolver el problema de la braquistocrona, la curva que debe tener un “tobogán” para que un objeto, en la ausencia de fricción, tarde el tiempo más corto posible en su descenso desde una altura dada. Después de esto Lucio me cuenta como pasó dos noches sin dormir tratando de entender el problema de mínima distancia en el plano, pero agregando la condición de que en los puntos inicial y final la dirección de salida y llegada de la curva sean prescriptas. Me dice con los ojos casi con lágrimas que no lo pudo resolver, y que cuando fue a los libros y los artículos encontró que había sido atacado y finiquitado por Andrey Markov en 1889 para resolver el pragmático asunto de diseñar vías de ferrocarril utilizando la mínima cantidad de rieles compatible con la condición de que el tren debe poder girar sin descarrilar.

Esa noche Bernoulli y Markov me visitaron en mi sueño intranquilo. Empecé soñando que esta vez rebotaba no entre palabras sino entre fórmulas en magníficas letras griegas de caligrafía exquisita. Cada vez que me golpeaba contra una fórmula o un dibujo geométrico, una voz me decía, cada vez en idiomas distintos, algo que apenas lograba oír y mucho menos comprender. Mi amigo Lucio, inalcanzable, tarareaba; estaba despeinado y ojeroso; no me veía. Cuando Bernoulli llegó lo reconocí enseguida, mi escaso francés fue suficiente como para saludarlo, como a un rey. Markov no podía ser más ruso y cojeaba apoyándose en su bastón. A él no supe como darle la bienvenida. Era imponente ver a estos dos hombres sentados a la orilla de mi cama, abrir sus cuadernos y mostrarse sus notas. Lucio no era más que una aparición, una suerte de destellos diciendo en un castellano maravilloso –hijos de puta, como habéis podido inventar tanto, como os ha sido dado lo que nunca tendré, mi reverencia por vosotros es casi tan grande como mi odio. Repetía esto siempre sin verme y se iba de mi campo visual.
La mañana siguiente el espléndido sol de Madrid fue, como podría decirlo; normal. Estaba sin embargo invadido de asombro. ¿Por qué me habían visitado esos fantasmas? ¿Por qué a mi, por qué ellos? Sabía que nunca lo sabría, fue en ese momento que decidí que tenía que cambiar de vida.



Guía de Turismo y Encuentros Casuales
Siempre pensó que él no era nada más que las historias que se contaba de sí mismo. Como todos. Incapaz de desprenderse de su hartazgo de ninguna otra manera decidió cambiar la narración. ¿Cómo hacerlo? Iría esa misma mañana a la estación central de trenes de la ciudad y se despediría de sus cuentos pasados. Limpiaría la memoria de basura y reaparecería en un nuevo relato. Marcó el teléfono de la oficina y cuando atendió Mabel le dijo que no lo esperaran, si quizás alguien lo esperaba, no existiría más, y ni siquiera hacía falta una nota de suicidio, no se iba a matar, se iba a despedir. Escuchó la voz de Mabel con tono de protesta y asombro, colgó sin escuchar lo que decía.
Caminaba por las calles con la medida justa de quien va a encontrarse con un nuevo destino. Unas veinte cuadras. Mucha gente iba y venía, los miraba desde unos diez centímetros por encima, salvo alguno que otro que estaba a su nivel.
Al pasar del sol a la sombra se quitó el pull-over, se rascó la mejilla, giró la cabeza de izquierda a derecha antes de cruzar la última calle. La mayoría de los caminantes marchaban en el mismo sentido, casi a la misma velocidad.
La estación estaba llena de olor a sándwiches de milanesa. Unos cuantos transeúntes, de pie y con mordiscones rápidos devoraban. El ruido del masticar se unía con los anuncios de los trenes que llegaban y partían.
No había pensado en que lugar exacto de la estación sería la ceremonia. Recorrió unos doscientos metros evitando chocar con las valijas de los viajantes. Decidió subir al primer piso. Se sentó en el bar desde donde se podía apreciar el movimiento al azar de los comensales involuntarios de su renacimiento. Miró para todos lados y no encontró ningún espejo, mejor así, las imágenes solo podrían contaminar sus futuros recuerdos.
Eligió al joven que estaba unos treinta metros hacia la izquierda de la baranda, andaba con prisa con su sobretodo marrón y parecía dirigirse al andén 17. Buen presagio, número primo. En el tablero, unos cincuenta metros a derecha del bar, las letras rojas decían el destino: Cabo Blanco, 11:12hs, tren 43 expreso, otra buena señal. Ese joven, que ya estaba a punto de desaparecer en el túnel que llevaba al andén sería su nueva historia. Se despidió sin congojas.
Una nota mínima del diario de la noche señaló la circunstancia un tanto extraña del hallazgo en la Estación Central de una pila de ropa perteneciente probablemente a un hombre alto y pulcro, a juzgar por la limpieza de la ropa interior y la camisa planchada, al lado de una libreta con anotaciones crípticas que hablaba de literatura olvidada de algún siglo pasado, y pegados sobre la última hoja los retratos de Andrey Markov y Johann Bernoulli, en la misma página. Otra nota del diario de Cabo Blanco, con circulación de 1037 ejemplares, señalaba la alegría de esa comunidad progresista y culta, por la vuelta de su ciudadano mas destacado, premiado en el concurso de la gran ciudad por su colección de Guías de Turismo y Encuentros Casuales.
Eduardo Waisman. Madrid 9 de noviembre de 2008.








miércoles, 8 de octubre de 2008

Poetas menores

Caminante, son tus huellas
el camino y nada más;
(Antonio Machado)

Huellas, de dinosaurio, de sangre, de recién nacidos, dactilares, en la profesión, en la vida de los demás, en la literatura. El olvido, lejía perfecta del tiempo. Todo una cuestión de la magnificación de la lente del microscopio que se use.
Iba pensando en esas tonteras en que piensan los narcisistas que son muchos, obsesivos y además aburridos. En eso también iba pensando. Siguiendo culos de mujeres, que caminan las calles de Madrid con prisa y sin destino.
¿Cuánto hacía que sentía esa melancolía por un amor instantáneo de fotografías indelebles de películas y libros?
Y sin embargo podría haber suerte esta tarde de otoño, y alguna de esas bellas ideales con botas de jinete y paso de seguridad absoluta se diera vuelta conmovida por sus ojos castaños y grandes de sinceridad total, y le dijera: -“nunca vi a alguien como tu, ¿tomamos un café?”.
La última a la que había prestado atención dobló en la esquina, el continuó sin desviarse como siempre, ya el recuerdo del deseo y la ensoñación desapareciendo entre los ruidos de bocinas y los golpes leves, irritantes, de los transeúntes.
Paró en un café, las dos horas y medio de caminar sin rumbo lo tenían harto y triste; tanto que en ese momento hasta la muerte inconcebible le parecía descanso.
Los dinosaurios, ¿habrían sido felices?
El café estaba frío y mediocre. Miró atrás, nadie. Anochecía sin gloria. El Prozac no estaba haciendo efecto alguno, ese pelotudo de su sicoanalista no sabía nada, igual que todos. Todos iguales, cortados por el molde del idioma como flanes de fábrica, y todos pensándose distintos. Todo una cuestión de la lente del microscopio.
Si pudiera perder el deseo vendría el reposo. Pero la calle, a pesar de todo, estaba llena de misterios probables y por azar solamente, sin tener que hablar, quizás la próxima vez, quien lo sabía.
Volvió a casa, como todas las noches, a lo mejor mañana se dijo, se masturbó sin entusiasmo y se durmió adivinando las huellas de otro día en el cielorraso descolorido.
Eduardo Waisman. Madrid, 8 de Octubre de 2008.

jueves, 5 de junio de 2008

El Coronel Ergoñarás y la Rebelión de los Porteros

Primera Entrega a Página 13: Del Mar.
Eduardo Waisman. 30 de Abril de 2008

Quiero ser un narrador de voz clara, que se entienda,
pero si se entiende demasiado la claridad es vacía.

La vida es contable pero intransferible. En eso pensaba Mario N caminando por esa playa del sur de California. El océano no le parecía tan grande esa mañana, más bien un marco, un límite verde lechoso mezclado de niebla. Imposible suponer a China del otro lado. Caminaba hacia el sur, hacia Tijuana pensó, frunciendo los ojos acuchillados por el sol filtrado de mayo. Intransferible de persona a persona, de familia a familia, de cultura a cultura. La historia era una concatenación de intransferibles contados en un estilo literario impuesto por los que ya habían celebrado la victoria. Se sentó y los personajes volvieron desde un lugar a espaldas del estuario y sin mar. Un pedazo de pampa domada por un instante al borde de la General Paz, ni tan general ni tanta paz en el recuerdo. Mario N se veía en esa película sin reconocerse. Las asambleas, las declaraciones, los asados, el ardor en el estómago de muchos cigarrillos mal fumados en medio de ruidos de conspiraciones ínfimas, importantes solo para distraer ese pesar de no saber quien se es.

El virus había alcanzado ya a una proporción alta de hombres y mujeres de su generación antes del descubrimiento más de una década después del SIDA. Este virus no se pasaba sexualmente, ni siquiera se gozaba durante el traspaso. Bastaba estar y hablar el dialecto predilecto de ese lado del Río de la Plata. El virus estaba en el lenguaje, pero aún los sordos parecían contagiados. Todos, incluyéndolo a él, habían decidido que re-interpretar la historia era sólo cuestión de voluntad, algo así como el “si se puede” gritado por una colección de impotentes en un inmenso estadio de fútbol. Suspensión temporaria y legalizada de toda consideración que obligara a ponderar las hipótesis básicas del delirio colectivo. Desde el instituto en el que Mario N trabajaba iban a intentar cambiar en unos años el devenir de la ciencia, apoderarse de Galileo, fabricar semiconductores, resolver todos y cada uno de los problemas que habían confrontado otras civilizaciones e imperios. Después de todo eran argentinos y además estaba el líder. Un poco esclerótico pero era cuestión de hacerlo durar un rato más.

Los porteros, los del departamento de mantenimiento y algunos empleados tenían algunas ideas más prácticas. Los “profesionales”, es decir los con título universitario, eran unos pajeros irremediables. De hecho, por razones incomprensibles e irrelevantes, eran bastantes mas resistentes al virus. Serían cuestiones del privilegio oligárquico de estudiar en la universidad, pensaría Muñido, el Portero Mayor, o Frantesca, el que había estado alguna vez en el mítico sindicato metalúrgico, donde los fierros que se trabajaban eran para tirar balas o romper cabezas. Una coalición de chiflados solo posible en un país adorador de vacas y futbolistas. Pero esto último no lo sabía Mario N en aquel momento, era natural ahora con la brisa del sudoeste, saberlo. Intransferible, también en el tiempo.

Había sido fácil para Mario N llegar a secretario general de la agrupación, creada unos días antes de las elecciones, que presagiaban la vuelta inevitable. Todo lo que necesitó fue ir a tres reuniones semanales consecutivas. Reuniones a las que había ido con su amigo, él que con poca dificultad, le había conversado el virus en unos pocos encuentros. Si como dicen algunos el idioma es la única patria, en esta patria se exhibían películas desaforadas como La Hora de los Hornos y se expresaban con naturalidad y encanto exótico olvidos convenientes y manifestaciones multitudinarias. Había sido solo cuestión de suspender por un tiempo la reflección y abandonarse al pertenecer al ruido y hablar elocuentemente de proyectos descabellados y mal soñados. Sentirse de día una parte del todo, mimado por el reconocimiento, e ignorar lo que sabía que sabía y que leería muchos años después en su primer viaje a Polonia acompañado de la palabra honda y sobria de Primo Levi desde ese libro que debió haber leído mucho antes, mucho antes.

Eran las doce y veinte, la neblina apenas una pequeña falta de diafanidad. La sombra del Coronel Ergoñarás cruzó su memoria, era hora de almorzar, en 15 minutos, sin apurarse, llegaría a su casa en la calle Mar Scenic. Tendría ya tiempo para recordar, ahora era cuestión de darle la espalda al mar y subir la cuesta.

Segunda Entrega a Página 13
El memorando: el coronel tiene quien lo entienda
Eduardo Waisman. 13 de Mayo de 2008
De la Página-Web del Instituto:
“En la entrada del Parque Tecnológico usted encontrará la Oficina de Atención al Cliente donde será atendido en el horario de 8.30 a 15.30 horas por personal capacitado y entrenado para ayudarlo a definir el problema e identificar las áreas de servicio que el Instituto ofrece para su solución. El tiempo de espera será de hasta 5 minutos. La Oficina de Atención al Cliente le indicará que áreas podrán intervenir en la solución de su problema, indicándole de manera clara y precisa su ubicación dentro del parque a fin de reducir el tiempo empleado”
Como llegar en microómnibus de pasajeros
Líneas: 221, 228 (Ramal Puente-Ciudad Universitaria), 1110, 1111, 1112,1 117,1 127, 1140 (Ramal Villa por Est. Marquiza),42, 69, 75 (Ramal Cementerio) y 76 (Ramal Escoba).


Años después desde su departamento de Madrid Mario N volvería a acordarse del Coronel Ergoñarás. Necesitó un buen esfuerzo para ir más allá de la imagen de él mismo en la playa de Del Mar hacia el final de la década de los ochenta recordando al coronel. Por suerte o quizás por previsión, había guardado las notas fechadas de las tres conversaciones que él había juzgado importantes sostenidas con el coronel en los meses de junio a septiembre de 1975.

Afuera del Instituto transcurría la historia. El líder había durado poco tiempo en su segundo turno de mandato supremo. Su muerte, esperada por algunos, deseada por otros e inconcebible para los verdaderos religiosos de su culto peculiar, había quebrado un equilibrio inestable. La parodia de la normalidad había acabado pronto. Algunos de los enfermos del virus generacional comenzaban a curar, la convalecencia era dura, inevitable. Otros menos sutiles morían en manos de paramilitares y militantes de grupos diversos, todos dispuestos a morir por la patria, o mejor aún a matar por ella.
Mario N sabía que algo tenía que pasar con la agrupación de la cual había renunciado como secretario general después de un año de asambleas, reuniones, tirones de todos lados para sumarse a uno u otro de los grupos del gran contexto nacional que se mataban alegremente. La matanza ocurría en pequeñas cantidades diarias. Después se entendería que no era sino la preparación de aniquilación por Las Grandes Fuerzas de la Gran Nación de cualquiera y a quienquiera que se les ocurriera. Sería un espectáculo verdaderamente folclórico, una muestra de reciclaje de las más oscuras entre las oscuras ideas del siglo XX, generoso en oprobio, holocausto y tiranía. Todo esto ocurriría matizado con color local por ganar la Gran Copa, contentando así a las grandes masas de adoradores de futbolistas y vacas.

Habían transcurrido menos de tres años desde la vuelta de Mario N desde la gran ciudad del Norte donde había llegado a adulto y doctor en matemáticas, respectivamente. Un año desde que había sido nombrado Director General de Investigación del Instituto.

La agrupación era una asociación indescifrable. Los viejos seguidores del culto y los nuevos afectados por el virus, juntos en un ansia difusa de poder y sin ninguna idea más concreta que la de tener un nombre representativo de seguimiento al líder. Ser “el poder” dentro de los vientos de micro-historia del Instituto. Unos pocos profesionales, los de los talleres de mantenimiento, algunos empleados, choferes y porteros eran parte de la agrupación.
El Instituto era un conjunto de departamentos de distintas disciplinas aparentando ser parte de la Gran Tecnología. Constituido fundamentalmente por aburridos cuasi-científicos y tecnólogos con vocación de empleados públicos y jubilación temprana. Como siempre en esas tierras nuevas el Instituto también contaba con algunos soñadores instruidos en libros de bibliotecas esotéricas, generadores de literatura y locura al por mayor.

Y algo pasó. Era el tiempo para los porteros, en particular para el Portero Mayor y el jefe del sindicato de mantenimiento. Profesionales y judíos debían dejar su turno de poder. ¿A quién se le podía ocurrir que nombramientos y decisiones técnicas fueran tomados por los profesionales, aún aquellos que profesaban amar al líder y su causa? La rebelión fue sencilla y eficaz. Nunca se supo como fue organizada. N, ya cansado de no ser quien era, de llevar una máscara que ni con los asados funcionaba, no se sorprendió demasiado. El también empezaba a convalecer del virus. El Presidente del Instituto fue depuesto. Los porteros y los de mantenimiento lo invitaron a participar en la toma de la sede administrativa del Instituto, una mansión señorial en medio del barrio bacán, lejos del campus a la orilla de la ciudad. La toma de la sede había sido con “los fierros”, él había desistido, sabiendo que ese acto de fidelidad consigo mismo sería el fin de su credibilidad frente al sector “proletario” de la agrupación. No había pasado nada, solo un nuevo Presidente obsesionado por la necesidad de la autarquía de productos químicos para liberarse del imperialismo, en particular de “la soda Solvay”, furiosamente orgulloso de no tener ningún título universitario. El acto mas ilustre del nuevo Presidente, fruto de la rebelión exitosa, fue convocar a todos los profesionales del Instituto a un gran teatro del centro donde manifestó su adhesión al líder muerto y declaró como nuevo Presidente del Instituto el proyecto de “independencia química”.

Lo que no lograba imaginar Mario N, y eso estaba reflejado en su nota del primer encuentro con el coronel fechada 27 de junio de 1975 era: “de dónde habrán los porteros sacado a este coronel sin uniforme ni galones, enjuto, de estatura menor que la media, fumador incansable, de maneras antiguas y sobrias”, y algunos renglones mas abajo seguía “¿qué clase de conspiración lograron formar en algún ministerio lúgubre Muñido y Frantesca? “. El coronel tomó las funciones que hasta entonces desempeñaba Mario N, y como las reglas burocráticas no podían ser violadas por los violadores, N retuvo su título pero perdió su oficina, sus muebles, su secretaria. Poco a poco se encontró sin nada, absolutamente nada que hacer más que pensar en que no tenía nada en qué pensar.
Como consta en la misma nota, ese mismo día N fue citado por el coronel. Había tenido el día anterior su cita con el nuevo Presidente quien le pidió su renuncia “para ponerla en una caja fuerte como señal de su lealtad Doctor N”. N, en una prueba irrefutable de que el virus había tenido su curso y estaba ya en remisión le había contestado sin desafío y con tristeza: “nunca firmé cheques en blanco, adiós Señor Presidente”. Todos los que pusieron su lealtad en una carta de renuncia ya no estaban, el camino de la caja fuerte a la ejecución de las “dimisiones” no habría durado dos días.

El coronel lo hizo pasar y sin decir nada del líder ni preguntar sobre la gestión anterior, se interesó solo en un aspecto:
-así joven que Ud. es doctor en matemáticas, ¿conoce el principio de optimización de Bellman?
-No, respondió con calma N, no es un tema en el cual haya trabajado, en el exterior me especialicé en matemáticas de la física cuántica
-Qué bien, yo en cambio como militar estuve varios años en la ciudad capital del extranjero y me dediqué a estudiar cómo racionalizar, se entiende, matemáticamente, la distribución de recursos en países como el nuestro, he escrito mucho sobre esto
El coronel dijo esto último mostrándole una pila de cuadernos de tapas negras, como unos doce, de tamaño legal. Eligió uno al azar y N pudo ver anotaciones y fórmulas escritas en letra pequeña y ordenada con tinta azul, y comentarios al margen de tinta de color rojo, conteniendo las fechas de las anotaciones. Pudo leer 5/5/1967 en una de ellas. Un acceso de tos siguió al diálogo, que no impidió, al fin de éste, que el coronel prendiera otro cigarrillo usando para ello el encendedor que estaba sobre su escritorio, el que había sido hasta la semana anterior el escritorio de Director de Investigación de N.

Mario N mira hacia la calle por el balcón de su departamento de Madrid, los ojos entornados en el esfuerzo por recordar cuándo supo que el coronel tenía enfisema terminal. ¿Se lo había dicho en ese primer encuentro?

La segunda reunión sucedió una semana más tarde a las nueve de la mañana del viernes 4 de julio de 1975. Mario N había leído lo suficiente sobre optimización de Bellman y funciones de utilidad para haber entendido algunos pasajes del cuaderno número 4 que el coronel le había confiado. Fue a esa reunión sintiendo que la relación con Ergoñarás estaba fuera del tiempo y de los sucesos de ese presente gelatinoso que envolvía el país. Se le habían ocurrido varias preguntas, una generalización para plantear situaciones de optimización usando variables discretas o “cuánticas” y una perversa idea de aplicación a la distribución de recursos financieros entre los departamentos del Instituto. Ese día, que N sabía era el de la conmemoración de la independencia de EEUU, estaba frío y soleado. Atravesó el campus del Instituto desde su nueva oficina. Había sido destinado a la sección computación como supervisor de la jefa de esa dependencia, un invento digno de los porteros. Desde su nueva oficina hasta la Dirección de Investigación habría unos 400 m. A derecha e izquierda del camino los distintos edificios, algunos dilapidados y otros nuevos, componían el paisaje junto con árboles sin hojas y el pasto mustio. Caminaba casi sonriendo. El absurdo era salvador. El castigado y el castigador iban a enredarse en una conversación cuya invención hubiera sido la envidia de algunos escritores de moda.
Llegó, el coronel que no lo hizo esperar estaba como siempre lo recordaría: fumando y tosiendo. Se lo veía entusiasmado. A las dos de la tarde, cinco horas después, habían acordado escribir un memorando a todos los jefes de departamento explicando la metodología con una introducción sobre funciones de utilidad y su estimación. Mario N escribiría el memo que el coronel aprobaría y enviaría. Era de la mayor importancia hacer claro que la cantidad de dinero a entregarse a cada departamento desde ese momento en adelante dependería de optimizar todas las utilidades, y de ahí que los jefes de departamento deberían estudiar y aplicarse en definir cuidadosamente estas funciones en términos numéricos precisos. No haría falta que se reuniesen para que el coronel aprobara el memo, éste lo leería, lo corregiría y sería enviado.

De ese segundo encuentro, pensaba N desde el balcón de su departamento en Madrid más de 30 años después, dos sucesos eran memorables.

El primero, documentado en las notas apoyadas en la mesita de plástico del balcón junto a un vaso de vino tinto, era lo que Mario N había escrito después de ese segundo encuentro:
“Ergoñarás me dijo esta mañana que era para él una felicidad inesperada haberse encontrado a alguien que finalmente lo entendiera en su pasión por racionalizar la gestión pública del Estado. Me dijo que sabía que le quedaba poco y que él no tenía herederos que pudieran hacerse cargo de sus 12 cuadernos para seguir profundizando sus investigaciones. Me propuso entonces que yo fuera ese heredero, y que a su muerte siguiera con sus cuadernos……”
El segundo suceso, también capturado en una nota fechada 18 de julio de 1975, es el encuentro casual en el campus del Instituto entre el jefe del departamento de Física, un tal Sametrik quien había hecho toda su carrera post-universitaria en el Instituto en el área de Metrología Eléctrica. Mario N pensaba que Sametrik era un burócrata disfrazado, gris y poco interesante, salvo en sus intentos de “unir a los progresistas clásicos” con los enfermos del virus en un solo frente de modernidad humana. El jefe del departamento de física, sin embargo, era pragmático, había sobrevivido cambios y vaivenes de la política del Instituto, micro- representación de las tempestades que azotaban esas latitudes en la segunda mitad del siglo. Por eso siempre había sido deferente y colaborador en su trato con N mientras éste fue poderoso. Esa tarde del 18 de julio, había llovido y había que evitar el pasto para no mojarse los zapatos, Mario N escuchó a Sametrik diciendo:
-esperame Mario quiero decirte algo
N paró y esperó, los separaban unos 20 metros y no tenía apuro. El memo se había distribuido ese lunes.
- mirá Mario, dijo Sametrik con una sonrisa compungida, siempre supe que eras un hijo de puta, pero ahora después de haber leído el memo del coronel, firmado también por vos, ahora sé que no solo sos un hijo de puta, sé que además estás completamente chiflado. Mario N, normalmente elocuente y rápido en la respuesta, decidió seguir caminando sin decir nada. No era una ofensa, era la evidencia de que el absurdo funcionaba y él posiblemente se salvaría. Ese pensamiento fue la intuición que guió el tercer y último encuentro con Ergoñarás, registrado en sus notas del mes de agosto de ese mismo año.

Tercera Entrega a Página 13. Random Walk en Marqués de Leganés.
Eduardo Waisman. 20 de Mayo de 2008

Una sola vez en noviembre del 2006, Mario N había tomado la calle del Marqués de Leganés desde la esquina de la Calle de la Estrella y la de los Libreros hacia San Bernardo, unos cien metros de Madrid cerca de la Gran Vía. Una calle corta y sucia naciendo y muriendo con pretensiones de cielo, santos y literatura. Todas las otras veces, muchas, N la había caminado por 20 metros desde San Bernardo hasta el lugar del encuentro semanal. Esa tarde luminosa de primavera tardía se extinguió al entrar a la calle.
-Mucho mejor-se dijo N, demasiada luz para recuerdos viejos y ensombrecidos. Se paró a unos diez metros de la esquina demorando entrar al edificio. Se preguntó con el mismo desgano de siempre de qué había dependido su suerte. Un “random walk” -se dijo.- Un paso hacia cualquier lado con una cierta probabilidad seguido por otro paso. A cara y cruz. Al mirar para atrás nos hacemos la ilusión de que ese conjunto de pasos al azar son nuestra trayectoria vital. Claro está que en la mirada hacia atrás planchamos el recorrido, usando recursos literarios instalados subrepticiamente por lecturas también aleatorias. Y a eso llamamos el destino. El mío fue decidido en esa tercera entrevista con Ergoñarás ese lunes 4 de agosto de 1975-.
Si Mario N hubiera estado escribiendo esa tarde de primavera en ese rincón de Madrid se habría dado cuenta de la irrealidad y de la falta de sexo en la historia. Lo primero era corregible, lo segundo inconcebible. Reclinó la espalda contra la pared gris y gastada, la mirada perdida en el cubo de basura que lo separaba, al otro lado de la calle, del edificio del encuentro semanal, y decidió dejarse llevar, en la casi agradable tarea de re-inventar su pasado, sin exagerar porque debía lealtad a las notas tomadas la segunda mitad de 1975 que llevaba con él por el mundo.

Mario N había estado pensando en esa tercera y decisiva entrevista con el coronel desde el minuto que terminó la segunda. Un mes cavilando sobre qué hacer. No aguantaba más el Instituto, el país, a si mismo. Ni siquiera el absurdo que lo salvaba de cosas peores, era suficiente para evitar el hartazgo. El intuía otros planos, otros sitios, con realidades contemporáneas y ortogonales a la presente.
Ese agosto había comenzado seco y brillante, con cielos azules, que él imaginaba derramados mucho más allá de la miseria y la impotencia, sobre pampas que seguirían existiendo mucho después del final del absurdo.
Eran las cuatro de la tarde. El coronel comenzó quejándose de la falta de respuesta al memorando que había distribuido a los jefes de departamento casi un mes atrás. N no prestaba atención a lo que decía el coronel, su atención fija en el cigarrillo y la tos de Ergoñarás que rompía la coherencia del instante al mismo tiempo que le daba sentido. N esperó el final de la queja y dijo:
-Coronel, quiero pedirle una licencia sin goce de sueldo por tres meses, necesito alejarme de esto y volver a la racionalidad y protección de otro lugar, donde pensar en las matemáticas de la física cuántica tiene sentido- Esta petición, palabra por palabra estaba en sus notas, quizás lo habría memorizado en su medida justa.
El coronel apagó el cigarrillo, y sin dilación le respondió: -escriba Ud. las fechas y adonde va y yo me ocupo. A su vuelta hablaremos de cómo le paso los cuadernos, que tenga Ud. suerte-.

Si había tenido otros encuentros con el coronel no figuraban en sus notas. N miró el reloj, faltaban 10 minutos para el comienzo de su cita de ese miércoles en la calle Marqués de Leganés. Quería seguir en el antes. Se puso del otro lado del cubo de basura para no ser visto. Lo que estaba haciendo era demasiado íntimo para compartir esa tarde.

Esa noche de principios de setiembre de 1975 mientras volaba de sur a norte le volvió la cadencia de la voz de Adriana, y con esa voz rebotando contra la oscuridad afuera a once mil metros volvía el olor a ella, los olores de ella. Cuando se hicieron el amor por primera vez, desesperados como correspondía a esos tiempos que ellos sentían de muerte, después de besarlo en una mezcla de primer encuentro y despedida, ella le había dicho que el poder era el más potente de los afrodisíacos. El poder no duraría, pero de todas maneras no importaba. Lo único que valía era abrazarla de muchas formas, sucumbir a su tacto, concentrarse en ella, irse y volver. Penetrar, alejarse, morir sin dejar de respirar, sentir, sentirla.
Tenía que dejar de pensar en ella, era demasiado incómoda la sensación de tener la verga tiesa en el estrecho asiento del avión, amparado por la semi-oscuridad y los intentos de dormir del pasajero vecino. Las otras cosas que dejaba atrás por esos 3 meses estarían a su vuelta. Su esposa, sus hijos, el departamento de tres dormitorios a tres cuadras de la avenida. Su trabajo en el Instituto no le importaba, haber sido el secretario general de la agrupación era ya una narración futura.
Por esos meses de setiembre a diciembre de 1975 cambió de idioma, de clima, de ocupación. Volvió a ser el matemático aplicado, el buen conversador en cenas organizadas por sus colegas. Llegó al Pacífico. Condujo por el camino a Santa Cruz, desde San Francisco a Los Gatos. Se sintió otro, amparado, estar en el extranjero era una purga, una cura, sospechada y bienvenida. El viento del idioma de infancia lo seguía en los sueños, pero desde allí venían otras historias, la calle Warnes, historias desposeídas del virus. Conoció San Francisco donde entendió el amor de Italo Calvino a la única de “Le Città Invisibili”, se rindió a California y prometió regresar.
A su vuelta de norte a sur, ese diciembre de 1975, pocos días antes de navidad, el viaje le pareció muy corto. No había querido enterarse que sucedía mientras estuvo afuera, aunque era imposible no saber. Pero habría tiempo para eso. El aduanero lo dejó pasar sin revisarle la valija, aliviado abrió la puerta al hall de espera del aeropuerto. El lunes habría que volver al Instituto.

Mario N volvió a la parte iluminada de la calle, toco el timbre y subió. Este miércoles le tocaba leer en el taller. Leería en el mismo idioma aparente de todos, y como en el amor, sentiría la ilusión de la cercanía por un segundo seguido por la certidumbre de soledad irreparable de su “random walk”.

Cuarta y Ultima Entrega a Página 13. La Visa.
Eduardo Waisman. Madrid 29 de Mayo de 2008
Ese lunes de diciembre de 1975 cuando Mario N fue a su oficina en el Departamento de Computación del Instituto le hicieron saber que durante su licencia de tres meses la Rebelión de los Porteros había sido revertida. Un nuevo presidente, un “progre” profesional y de la persuasión del líder estaba instalado y los damnificados de la finalmente frustrada rebelión reinstituidos. N pensó un instante en por qué no le habrían avisado durante su ausencia y si era propicio reclamar una posición acorde con su título de Director de Investigación aún vigente. No tardó en concluir que era un delirio. Por esos tiempos todos anticipaban el golpe militar como inevitable y lo único que quedaba por saberse era la fecha. No quedaban rastros en el Instituto ni del coronel ni de los cuadernos de tapas negras que N hubiera debido heredar. No preguntó ni en ese momento y no intentó nunca averiguar que había sido de su suerte hasta más de treinta años después. N supuso que el coronel habría vuelto a su casa, que él no conocía, a morir tosiendo y fumando, contemplando en su agonía las notas desheredadas por oficio del ir y venir de ese país no optimizado. Ese país a punto de entrar en el tiempo de la Gran Vergüenza.
Las otras cosas estaban en su sitio. Adriana había agregado a su vivir un nuevo amante con más poder, para compensar al impotente de su marido, decía ella, al mismo tiempo que con dulzura y compasión seguiría haciendo en amor con N, o eso prometía.
Sus hijos, su esposa, su departamento de tres dormitorios a tres cuadras de la avenida en esa ciudad que entraba en ese verano desdichado, todo esto olía a realidad futura.

Mario N bebe un trago de ese buen y común Rioja tinto en su balcón de Madrid. Es un mayo frío y lluvioso, pero esa tarde es agradable y las nubes dejan ver en el oeste de esa tarde el cielo alto y profundo. ¿Por qué no preguntó por Ergoñarás? ¿Qué había sentido por ese militar agonizante y alucinado, casi inconcebible en otras latitudes? Esa mañana siguiendo un impulso de origen oscuro buscó en el Internet por horas. Lo que encontró fue una completa validación de lo improbable. Pero estaba allí, un artículo escrito por el Dr. C. Raisin y el Coronel Ingeniero Ergoñarás sobre distribución óptima de recursos, fechado octubre de 1975. Lo invadió el vértigo y una nostalgia sucia y deshilachada. Paró de buscar, no había hecho nada más que confirmar un segmento de lo que recordaba. Buscó sus notas, Raisin no aparecía en ninguna de ellas, pero de acuerdo al prefacio del artículo en la red el Dr. C. Raisin (1938-2002), matemático de cierto prestigio había trabajado en el Instituto desde 1974 a 1979, para después dedicarse a la Astrología y ser miembro destacado de los Templarios. Del coronel nada más. Una cierta ternura y agradecimiento lo invadió, imaginó al coronel muriendo de tos y hastío. N no recibiría nunca los cuadernos de tapas negras pero aún en medio de un tiempo inasible había recibido su otro regalo salvador.

Los sacudimientos terminarían. La Junta salvaría a la Gran Nación como antes lo hicieran sus antepasados forjadores de fronteras y purificadores de indios. Extirparían el cáncer social al precio de cortar algún que otro tejido sano. Matarían y torturarían con el silencio del terror, con el silencio cómplice de la historia de inquisición y hogueras de la cual eran herederos entusiastas. Ese marzo de 1976 Mario N tomó el colectivo, hacía ya más de un año de la Rebelión de los Porteros y desde entonces había terminado la recogida puntual del coche oficial en la puerta del edificio donde vivía, de alquiler apenas pagable con su sueldo de gran título y poco dinero de empleado público glorificado. Llegó a la caseta que era obligada entrada de coches y peatones al campus del Instituto. El personal de la caseta no le era familiar. Le pidieron sus documentos, miraron una lista mecanografiada sobre papel blanco, y el portero gordo secamente pero sin faltarle el respeto le dijo: -Dr. N, está Ud. en la lista, no puede entrar-

No volvería nunca al Instituto aún años después de que la Junta desapareciera en un estertor mentiroso, se deshiciera sin ni siquiera ser derrotada por los adoradores de vacas y futbolistas desencantados ya de tanto orden aparente. Cumpliría su promesa de volver a California donde el frío es chico y nadie silba porque queda mal. Salvado por el absurdo y una visa providencial. -Pero esto ya es otra historia - se dijo Mario N. Este miércoles tendría algo para leer en el taller de Marqués de Leganés. Se puso de pie, los últimos destellos de la noche morían detrás del edificio de enfrente. Mientras cerraba la puerta del balcón y entraba en su departamento sintió pena de no tener los cuadernos de tapas negras. Quizás en alguna de las páginas el coronel había descubierto qué era óptimo en la vida, quizás hubiera escrito algo en el último de ellos sobre las conversaciones de 1975. La cena estaba servida y sentía frío, cerró la puerta del balcón y prendió la luz, guardó las notas y se sentó a comer.